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01-Los Profanadores de Tumbas

Updated: 11 hours ago

Capítulo 1

Parte 1


La noche se cernía sobre una construcción antigua, iluminando apenas los rostros turbados de dos hombres que se inclinaban sobre un tercer cuerpo, aún inmóvil. El desierto parecía guardar silencio para presenciar aquel crimen. Uno de ellos murmuraba con urgencia:

 

¡Está inconsciente y no puede defenderse!

 

El otro, empuñando un puñal curvo, descargaba su furia contenida:

¡Morirá como un perro!

 

La escena quedó suspendida en el tiempo, anunciando el oscuro presagio que rodearía toda esta historia.

 

En Londres, lejos de los desiertos ardientes, el profesor Douglas Farrell revisaba con preocupación un conjunto de papiros antiguos. El estudio estaba lleno de libros, mapas y lámparas de escritorio que proyectaban sombras tensas sobre las paredes. A su lado, con postura respetuosa pero inquieta, se encontraba Zarur, un joven egipcio de mirada noble.

 

El profesor, agotado tras horas de estudio, se llevó las manos al rostro.

¡Es inútil! Creo que jamás encontraré la clave de estos papiros egipcios…

 

Zarur se sorprendió, pues nunca lo había visto tan abatido.

Es la primera vez que lo veo desalentado, profesor Douglas…

 

Douglas suspiró profundamente y apartó los documentos. Su obsesión por el misterio del faraón Ramés III lo había consumido por años.

 

—¿Quiere decir que olvidará sus planes? ¿Dejará inconclusa la investigación de la tumba del faraón Ramés III? —preguntó Zarur, con ansiedad contenida.

 

Pero Douglas se levantó con decisión, como si una llama interior renaciera.

¡No, no, Zarur! Pese a los obstáculos, seguiré trabajando hasta encontrar el papiro de Ramés III.

 

El joven egipcio bajó la mirada, pensativo.

—La tumba de los reyes… ¿Será el lugar secreto donde fue enterrado Ramés III?

 

Un estremecimiento recorrió la habitación.

 

Zarur, casi en un murmullo, añadió:

Y si Amón Ra protege el recinto… cruzaré el umbral aquel por cuyas venas corre sangre real de Ramés III…

 

Douglas se volvió hacia él con sobresalto.

¿Qué has dicho, Zarur? ¡Has pronunciado la leyenda escrita en estos papiros! ¿Sabes la clave que desentrañará este misterio?

 

El joven vaciló.

Tal vez… pero debo callar… ¡La muerte ronda!

 

 

Farrell posó una mano firme en su hombro.—A usted le debo mi educación, profesor —prosiguió Zarur, con sinceridad profunda—. Gracias a su ayuda pude viajar de Nefris, mi ciudad natal, a Londres. Conocí las costumbres y leyes de Occidente para luchar por mi raza.

 

—Y serás un moderno dios egipcio que buscará la salvación de su pueblo —respondió Douglas con solemnidad.

 

El anciano profesor se inclinó hacia él, como revelando un secreto prohibido:

En Nefris vive un anciano descendiente de la dinastía Ramés. Es bondadoso y su palabra es sabia. Se llama Tabor…

 

Zarur abrió los ojos con asombro.

—¿Tabor? ¡Como el médico de reyes, embalsamador de cadáveres…!

 

Douglas asintió lentamente.

 

 

El profesor explicó lo que había averiguado:

Cuando Tabor muriera, los papiros de Ramés pasarían a manos de Nila, su hija primogénita. Y si ella sucumbía, entonces Jassaf, su hermano menor, se convertiría en el único poseedor de tan valiosos documentos.

 

Zarur apartó la mirada, con emoción y tristeza.

Nila espera mi regreso y nos casaremos. Pero temo que Tabor se negará a descubrir la tumba de Ramés III.

 

—¡Le haré comprender que el mundo necesita ese descubrimiento! —exclamó Douglas con esperanza.

 

En ese momento, Jane, la hija del profesor Farrell, entró con alegría juvenil.

¡Traigo unas cartas para Zarur!

 

Zarur, sorprendido, extendió la mano.

¡Deben ser de Nila, mi prometida!

 

Pero cuando Jane se las entregó, su rostro se transformó.

¿Pero… qué es esto? ¡Estas son las cartas que escribí a Nila hace un año y todas me las regresan!

 

Jane lo miró con preocupación.

—Calma, Zarur, quizá sea un error del correo…

 

Sin embargo, el joven egipcio sintió que un golpe helado le atravesaba el pecho.

Tal vez la aldea ha sido arrasada… ¡sí! Eso puede ser… ¡los chacales del desierto!

 

Jane preguntó con angustia:

—¿Es posible que aún existan esas hordas de salvajes y asesinos?

 

 

La escena se desplazó hacia el desierto, donde la intuición de Zarur cobraba forma.

 

A miles de kilómetros de Londres, los beduinos saqueaban aldeas indefensas, incendiando casas bajo un cielo rojo por las llamas.

 

No lejos de allí, dos jinetes avanzaban entre las dunas. Uno de ellos, un hombre de porte imponente y turbante blanco, contempló el horizonte con gravedad. El otro señaló la masacre:

 

¡Mira, Saib! ¡Los chacales del desierto atacan una aldea!

 

El hombre del turbante apretó los puños.

Atacan a quien no puede defenderse… Haré caer sobre ellos toda la justicia de Amón Ra.

 

—¡Son muchos! ¿Qué podrás hacer? —preguntó su compañero.

 

El jinete respondió con serenidad mística:

Amón-Ra me protegerá. Él es justiciero.

 

Entonces levantó la vista hacia el cielo.

¡Levanta los ojos al cielo y sé testigo de mi poder!

 

De pronto, el sol comenzó a apagarse.

La luz se volvió ceniza.

El día se transformó en noche.

 

El compañero exclamó horrorizado:

¡Alá nos proteja! ¡El día se hace de noche! ¡Ha bastado tu ademán para que el sol se oscurezca, Saib!

 

El jinete del turbante respondió con calma sobrehumana:

No temas.

 

—¿Quién eres, Saib? ¿Un demonio o un dios? ¿Un ser de omnipotentes poderes? Solo sé que te llamas… ¡Kalimán!

 

Kalimán mantuvo la mirada fija en el eclipse.

 

Abajo, en la aldea atacada, los beduinos huyeron despavoridos.

¡El dios sol Amón-Ra se oculta para dejarnos en tinieblas! ¡Huyamos de su furia!

 

Los hombres retrocedían como bestias aplastadas por el miedo, abandonando el asalto.

 

 

Cuando la luz regresó lentamente, Saib volvió a preguntar:

Dime… ¿de qué poder te vales, Kalimán, para hacer del día la noche y que con un deseo tuyo vuelva la luz?

 

Kalimán sonrió apenas.

Has sido testigo de un eclipse, en pleno desierto. Sólo eso: un eclipse solar.

 

Saib murmuró, confundido:

—¿Eclipse? ¿E-eclipse… Saib?

 

Kalimán avanzó y añadió con prisa:

Eclipse solar… Nunca tan oportuno como ahora. Debemos llegar antes del anochecer a Puerto Halfa.

 

Poco después, acamparon cerca de un oasis.

Saib se arrodilló y gritó con devoción:

¡No podré separarme de ti, Kalimán! ¡Eres omnipotente! ¡Será tu esclavo este humilde hijo del desierto!

 

Kalimán le ayudó a levantarse.

Agradezco tu lealtad, pero no es posible. Toma estas monedas por guiarme a través del desierto. Seguiré solo.

 

Saib lloró, golpeado por la tristeza.

—Si así lo ordenas, Saib… Nunca te olvidaré. ¡Que la paz de Alá sea contigo!

 

Kalimán asintió con nobleza.

Sea pues. Que Alá sea contigo, Hasan.

 

Esa misma noche, Hasan pregonaba su historia a los hombres del desierto:

¡Por la gloria de Alá! ¡Yo fui testigo del hombre llamado Kalimán, que hizo del día la noche!

 

Los presentes lo escuchaban entre risas incrédulas.

 

¡No se rían! ¡El sol ardiente del desierto se tornó en tinieblas presagiantes! ¡Es el dios Kalimán!

—Creo en tus palabras —respondió un forastero—. Me interesa la historia. Habla y dime: ¿quién es Kalimán?

 

 

Mientras tanto, en otra región del desierto, un beduino interrogaba violentamente a un hombre aterrorizado:

¿Dónde lo has dejado? ¡Contesta!

 

El hombre balbuceó:

—Partió hace unas horas rumbo a Suez… ¿por qué te interesas por él?

 

La respuesta del beduino fue una daga hundiéndose en su carne.

¡Que los perros del infierno devoren tu alma! ¡Toma!

—¡Que Alá me… aaagggh! —fue lo último que pronunció la víctima.

 

 

En Londres, Zarur se paseaba inquieto en la biblioteca de Douglas Farrell.

¡Profesor Douglas! ¿Ha averiguado algo?

 

El hombre mayor asintió con preocupación.

—No muchos detalles, pero logré comunicarme al Cairo. Dicen que un tal Alí Faraf, con sus beduinos, ha estado aniquilando aldeas civiles en el bajo Nilo…

 

Zarur sintió que la sangre se le helaba.

¿Y qué saben de mi aldea?

 

Douglas bajó la voz.

—No pudieron darme datos precisos. La comunicación a esas tierras está interrumpida.

 

¡Debo partir inmediatamente! ¡Nila, su padre y toda mi raza corren peligro!

 

Poco después, Jane entró apresurada:

¡Buenas noticias, papá! ¡Entérate del contenido de estas cartas!

 

Douglas leyó y se quedó sin aliento.

¡Cómo!… Pero esto… ¡Es la autorización del gobierno inglés para iniciar la expedición a Nefris! ¡Nos llevará a descubrir la tumba de Ramés III!

 

—¿Cuándo partimos? —preguntó Jane.

 

Lo más probable es que salgamos mañana. Comunícaselo a Zarur, que está en el jardín.

 

Jane sonrió.

—¡Se alegrará mucho!

 

 

En el jardín, bajo un árbol frondoso, Zarur lloraba de culpa.

 

Soy culpable de la desgracia de mi pueblo… Fui tan cobarde y necio en abandonarlos cuando el peligro más los acecha. ¡Dioses de Egipto, dadme

valor para hundir esta daga en mi pecho!

 

El joven acercó lentamente el filo al corazón. Sus manos temblaban. Gotas gruesas de sudor corrían por su frente.

 

Pero la voz de Jane irrumpió como un rayo:

¡Zarur! ¡Zarur!

 

La daga cayó pesadamente a sus pies.

 

Jane corrió hacia él.

¿Zarur… qué iba a hacer usted?

 

Él apartó la mirada, avergonzado.

—Pero… esa daga… ¿Es usted tan cobarde para buscar la muerte como único recurso? —reprendió Jane con firmeza.

 

Déjeme solo, Jane… se lo ruego…

 

Ella negó con la cabeza.

—Yo sólo sé que debe luchar por lo que ama… por su novia Nila… su patria… Y más ahora que mi padre ha recibido la autorización del gobierno para iniciar la expedición hacia Nefris.

 

Zarur se quedó petrificado.

¿Qué dice usted?

 

¡Saldremos mañana mismo! ¿Lo oye usted? ¡Mañana!

 

Las palabras encendieron una nueva luz en él.

Sus palabras me hacen renacer nuevas esperanzas, Jane… ¡no me deje llevar por la impotencia y la desesperación!

 

El joven se enderezó, decidido. El destino del desierto lo esperaba.

 

parte 2

Bajo la fría luz de la luna del desierto, Kalimán dormía profundamente sobre la arena tibia. El silencio nocturno solo era interrumpido por el viento que arrastraba partículas de polvo y por el deslizar rastrero de un peligro que se acercaba sigilosamente.

 

A pocos metros, una cobra avanzaba ondulante, sus escamas reflejando un brillo mortal. La serpiente se acercaba al rostro del héroe, elevando su cabeza en posición de ataque.

 

El fino oído de Kalimán percibió aquel deslizamiento sutil… aunque tal vez un segundo tarde.

 

Abrió los ojos de golpe.

 

Su mirada encontró el reptil a escasos centímetros de su cuello.

 

Sabía que cualquier movimiento brusco podía costarle la vida. La cobra, enroscada parcialmente sobre su pecho, aguardaba la mínima provocación para hundir sus colmillos.

 

Pero Kalimán no retrocedió ni parpadeó.

 

Su poderosa y serena mirada se clavó en los ojos del animal.

Un duelo silencioso se desató bajo el cielo estrellado.

 

La serpiente comenzó a quedarse inmóvil… paralizada. Sus músculos rígidos cedieron ante aquella extraña fuerza emanada de los ojos del hombre de blanco.

 

Con un movimiento calculado, Kalimán deslizó la mano hasta tomarla firmemente por el cuello, sin brusquedad, sin miedo.

 

¡Hipnotizada! —susurró, como constatando que su dominio mental había vencido al instinto asesino.

 

Arrojó al reptil lejos y se incorporó.

 

 

¡Gracias a mi poder hipnótico estoy con vida!

 

Montó su caballo y se alejó en la noche, dejando atrás el rastro serpenteante del reptil sometido.

 

 

Mientras tanto, en una aldea perdida en medio del desierto, cercana a la frontera entre Egipto y Sudán, se vivía una tragedia.

 

Nefris ardía en llamas.

 

Los sanguinarios beduinos de Alí Faraf saqueaban cada choza, arrasaban cada rincón, asesinando hombres y arrastrando mujeres y niños como ganado.

 

Uno de los jinetes, riendo con crueldad, gritó a una mujer aterrada y su esposo:

 

¡Te tomaré como esclava y viajaremos juntos por el desierto!

¡Pero para eso debo hacerte enviudar primero!

 

La mujer, temblando, suplicó:

¡Tened piedad de nosotros, señor!

 

El marido, sin armas pero lleno de valor, lanzó un puñetazo directo al bandido. El impacto fue tan fuerte que el criminal cayó bajo las patas del caballo de uno de sus propios compañeros.

 

El caos se intensificó.

 

Pero Alí Faraf, que observaba la escena, no soportó la humillación. Con fría traición, cargó con su lanza.

 

 

¡Toma, maldito!

 

La lanza atravesó el cuerpo del valiente esposo, quien cayó mortalmente herido. La esposa corrió hacia él, sollozando desesperada.

 

Intentó enfrentar a Faraf, pero el bandido la rechazó con desprecio, como si apartara una molestia:

 

¡Fuera!

 

 

La barbarie continuaba.

 

Más adelante, un anciano yacía enfermo dentro de una tienda. Una muchacha, tal vez su nieta, suplicaba a los invasores que no se llevaran los escasos alimentos.

 

¡Por favor, mi abuela está enferma! ¡Es todo lo que nos queda, piedad señor!

 

El despiadado Alí Faraf la observó con burla.

 

¡Eres una vieja inservible! ¡Ya estás de más sobre la tierra, tu lugar es bajo ella!

 

La joven cayó de rodillas, implorando:

¡No, por favor, déjela! ¡Es todo lo que me queda en el mundo!

 

Pero el bandido levantó la espada y, sin un ápice de compasión, descargó un tajo mortal sobre la anciana.

 

¡Acaba de una vez tu agonía!

 

La joven gritó desgarrada:

¡Alá te destruirá, asesino!

 

Faraf bebió de un odre mientras se burlaba:

¡Calla, necia! Ahora no sufrirás más contemplando a una vieja inservible. ¡Debes agradecérmelo!

 

La muchacha lloraba mientras él le tendía un plato:

 

¡Toma, come! ¡No desperdicies tu juventud y tu comida! ¡Come y olvídala!

 

¡Alá tenga piedad de ti! —susurró ella.

 

Faraf se alejó riendo.

 

¡Ja, ja, ja! Cuando te canses de llorar… ¡entiérrala! ¡Ja, ja, ja!

 

La joven abrazó el cadáver de su abuela y murmuró:

 

¡Que Alá te tenga en su seno, abuelita!

 

 

Más tarde, los bandidos reunieron a los prisioneros.

Alí Faraf, levantando los brazos como un macabro líder, ordenó:

 

¡Deben proveerse de todo! ¡De aquí no nos iremos hasta encontrar al viejo Tabor!

 

Entre los capturados, un anciano de mirada firme y silenciosa parecía guardar un secreto. Un soldado lo señaló:

 

¡Este asqueroso parece saber algo sobre Tabor, gran Alí Faraf!

 

El jefe se acercó, lo tomó del cuello y rugió:

 

¡Habla, miserable! ¿Dónde está Tabor? ¡Habla ahora o jamás lo harás!

 

Pero el anciano mantuvo la cabeza en alto. Era indefenso físicamente, pero su mirada era rebelde, desafiante ante la muerte.

 

Decididos a quebrarlo, los beduinos encendieron una gran hoguera.

 

¡Habla! Dime dónde se esconde el viejo Tabor o empezarás a caminar sobre esas brasas!

 

El anciano no respondió.

 

Entonces Alí Faraf empujó su cuerpo hacia las llamas ardientes.

Los pies del prisionero comenzaron a quemarse. Los gritos desgarradores rasgaron la noche.

 

Los beduinos reían con placer.

Era su diversión favorita: ver sufrir a los débiles.

 

¡Levántate, perro necio! ¡Levántate o te haré trizas! —ordenó el verdugo, golpeándolo con un látigo.

 

Pero el anciano no habló.

 

 

La tortura tomó otro curso.

 

¡Traigan las espinas! ¡Le limpiaremos los tímpanos del oído, ja, ja, ja!

 

Aquel infeliz fue sujetado mientras grandes espinas eran colocadas en manos de los verdugos.

 

¡Aquí están, noble y poderoso Alí Faraf!

 

Uno de los hombres se acercó al prisionero, sonriente:

 

¡Voy a limpiarte los oídos, puesto que no escuchas al gran Alí Faraf!

 

El anciano soltó un alarido de dolor, pero no pronunció palabra alguna sobre Tabor.

 

Los bandidos celebraron:

 

¡Ja, ja, ja! ¡Las tiene tapadas de lodo!

 

 

Mientras los gritos se mezclaban con las risas crueles, la tienda del verdadero descendiente de Ramés III permanecía oculta entre sombras.

 

Allí dormía el viejo Tabor, ajeno a la masacre.

 

Pero Nila, su hija, salió con sigilo buscando agua.

Nerviosa, llenó un cántaro de un barril cercano y, con determinación silenciosa, caminó hacia la choza donde su padre reposaba.

 

Sin embargo, fue vista por Alí Faraf.

 

El bandido chupó un hueso que tenía en la mano y murmuró con astucia:

 

Aah… ¡una muchachuela! Me recuerda a la bella Nila… Podría ser que…

 

Su mente perversa comenzó a unir piezas.

 

 

En otro rincón del campamento, un guardia informó:

 

¡El débil perro ha muerto, Alí Faraf! No resistió las espinas y la hemorragia fue fatal.

 

El jefe sonrió con perversión.

 

¡Las aves de rapiña tendrán su festín entonces!

 

Pero enseguida su mirada brilló con codicia.

 

No se alejen… he descubierto algo… Quizás encuentre lo que busco y nos haremos muy ricos.

 

Presintiendo el hallazgo, se acercó a la choza de Tabor y pegó el oído a la pared.

 

Debe ser Nila y su padre… ¡al fin!

 

 

Dentro, el viejo Tabor hablaba con voz débil pero urgente:

 

¡Pronto estarán aquí, hija! ¡Y tú también serás víctima del cobarde Alí Faraf! ¡Huye, Nila, hija mía, huye!

 

Pero la joven apretó los puños.

 

¡No, padre! Si es preciso, moriré contigo.

 

Tabor la miró con angustia.

 

Faraf busca que le revele el lugar exacto de la tumba del faraón Ramés III, y hará hasta lo imposible por conseguirlo.

 

Pero Nila negó con firmeza.

 

Mi deber es permanecer a tu lado, padre mío. No puedo abandonarte.

 

El anciano insistió con desesperación.

¡Muerto tu hermano Jassaf, tú serás la única descendiente directa de nuestra dinastía, y te harán víctima! ¡Huye, hija!

 

Ella sintió que el alma se le partía.

¡Prefiero morir aquí a faltar a mi deber!

 

En ese instante, los ojos de Nila se abrieron de par en par, como si hubiese visto una aparición.

 

La sombra del destino se cernía sobre la tienda…


PARTE 3

 

 El tormento del viejo Tabor

 

La tienda de campaña temblaba con el viento del desierto cuando Nila, la princesa egipcia, quedó frente al hombre más cruel que había pisado Nefris: Alí Faraf.

 

El bandido sonrió con burla al escucharla pronunciar su nombre.

 

¡Alí Faraf!

¡Je, je, je!

 

Tabor, desde su camastro, apenas podía incorporarse, pero alzó una mano temblorosa.

 

¡Salve, oh gran Tabor, descendiente de reyes y faraones! —se mofó Faraf, doblando la reverencia con exageración.

 

Pero el anciano respondió con un rugido de furia contenida:

 

¡Alí Faraf! Maldito el día que te dejé con vida…

 

El rostro del bandido se endureció.

 

—Hace años, cuando era tu criado, intenté matarte… y tú me perdonaste.

Hoy, viejo Tabor, vengo por tu vida.

 

Nila dio un paso al frente, desafiante.

 

¡Termina de una vez y deja en paz a mi pueblo!

 

Faraf acercó el rostro a ella, con un brillo de codicia que estremeció la tienda.

 

La maldición de Isis caerá sobre tus hijos si abates a mi padre —advirtió Nila.

 

Pero su amenaza solo despertó más perversidad.

 

El bandido señaló a la joven con un dedo tembloroso de deseo.

 

 

Nila… la hermosa Nila. La codiciada Nila. La que siempre he deseado.

 

Tabor trató de incorporarse.

 

¡Sal de aquí, perro asqueroso!

 

Pero Faraf ignoró al anciano y se lanzó sobre la princesa.

 

 

EL ABUSO

 

¡A la que tantas veces observé mientras era bañada por sus esclavas en el río!

 

Nila forcejeó desesperada, su voz quebrándose.

 

¡Suéltame! ¡Suéltame!

 

Tabor gritó desde su lecho:

 

¡Déjala, bestia del desierto! ¡Déjala!

 

Pero el bandido se volvió hacia él, riendo.

 

—¿Y qué puede hacer el viejo Tabor, moribundo como está, para salvarla? ¡Ja, ja, ja!

 

Nila seguía luchando.

 

¡Perro despreciado! ¿Cómo te atreves a poner tus sucias manos en mí?

 

Alí Faraf la tomó del rostro con brutalidad.

 

Cobarde… —susurró ella, llena de rabia.

 

Pero el bandido ignoró la ofensa. Solo quería una cosa.

 

 

EL SECRETO DE ANCESTROS

 

Has matado cobardemente a mi hijo Jassaf… y ahora humillas a mi hija —acusó Tabor, con la voz rota—. Acaba con mi vida y deja a mi pueblo vivir en paz.

 

Alí Faraf se inclinó sobre él con una sonrisa torcida.

 

Escucha, viejo Tabor… tú guardas un secreto de ancestros.

 

El anciano cerró los puños.

 

—Eres el único que sabe el lugar exacto de la tumba de Ramés III.

Quiero ese secreto. Quiero el papiro que conduce a la cámara mortuoria.

 

Tabor respondió con una fuerza que parecía venir de los mismos dioses:

 

¡Jamás! ¿Lo oyes, Alí Faraf? ¡Jamás! Nunca profanarás los restos de mis antepasados.

 

El bandido se enfureció.

 

Tu hija será vendida en un mercado de esclavos… condenada a servir toda su vida a un desconocido. ¿Qué te parece, Tabor?

 

Nila, temblando, sintió que el alma se le desgarraba.

 

Pero aun así, el anciano mantuvo su decisión.

 

Aun así… jamás sabrás el secreto. ¡Jamás!

 

 

LAS TORTURAS

 

Antes de que el sol se ocultara, Faraf levantó el puño.

 

¡Te arrancaré el secreto! ¡Lo juro por Amón-Ra!

 

Los beduinos, saciados de libertinaje y sangre, celebraron.

Le ataron pies y manos al anciano y lo colocaron sobre un madero rígido.

 

Las llamas comenzaron a arder bajo él.

 

Tabor lanzó un primer grito desgarrador.

 

Los verdugos celebraron como si se tratara de un espectáculo.

 

Entre lastimeros gritos de dolor, el desierto entero parecía estremecerse.

 

Nila observaba la escena con los ojos llenos de lágrimas.

Cada alarido de su padre le atravesaba el corazón como un puñal.

 

Los beduinos, poseídos por la fiebre del crimen, aplaudían y reían.

 

 

EL SACRIFICIO DE NILA

 

Finalmente, la desesperación rompió las defensas de su alma.

 

Nila cayó a los pies de Faraf.

 

¡Por piedad, Alí Faraf! ¡Deja a mi padre en paz y seré tu esclava! Lo juro.

Seré como un perro fiel toda mi vida. ¡Te lo juro!

 

El bandido sonrió, saboreando la victoria.

 

¡Je, je, je!

 

Le acarició el rostro con cinismo.

 

—El viejo Tabor es testarudo, bella Nila.

 

Y añadió:

 

Se libraría de esto si confesara el secreto de la tumba de Ramés… ¡Je, je, je!

 

Nila negó con dolor.

 

No lo hará jamás… Lo sé, no lo hará…

 

Faraf se acercó a su oído.

 

Pero tú puedes convencerlo. Puedes salvarlo del tormento.

 

Las lágrimas de Nila resbalaron como cristales sobre sus mejillas.

 

¡Oh, por piedad! Te lo suplico…

 

 

EL ABRAZO FINAL

 

Desesperada, corrió hacia las brasas donde Tabor agonizaba.

Lo cubrió con su cuerpo, protegiéndolo como una madre protegería a un niño.

 

¡Basta! ¡Piedad para mi padre! ¡Piedad!

 

El anciano reunió aliento para murmurar:

 

—No… no supliques… no implores…

Déjalos concluir su obra, hija…

 

Pero ella no podía aceptar aquello.

 

¡Padre! ¡Revela el secreto! ¡Sálvate de la muerte!

 

Tabor abrió los ojos, brillantes de orgullo y sufrimiento.

 

Jamás… jamás, hija…

 

Alí Faraf soltó un gruñido de frustración:

 

¡Bah!

 

Y el tormento continuó…

 

 PARTE 4

 

 

La tragedia en Nefris

 

En las polvorientas calles del desierto, el cuerpo sin vida del viejo Tabor quedó abandonado, expuesto a la noche y a los buitres que comenzarían a rondar al amanecer.

La aldea de Nefris ardía todavía bajo las llamas de la destrucción.

 

Mientras tanto, muy lejos de allí, en la elegante y luminosa ciudad de El Cairo, el profesor Douglas Farrell, su hija Jane y el egipcio Zarur llegaban recién a la ciudad. Todos estaban inquietos: las comunicaciones con Nefris seguían interrumpidas.

 

—¿Ha averiguado algo? —preguntó Jane.

—Nada… —respondió Farrell—. No hay noticias. La situación es grave.

 

Fue entonces cuando un hombre vestido con turbante se acercó con elegancia y respeto.

 

—Perdone… —dijo inclinando la cabeza—. Creo que puedo darle información sobre Nefris.

 

Farrell lo observó con cautela.

 

—¿Quién es usted?

 

Con una reverencia impecable, el hombre respondió:

 

—A los pies de usted, señorita… mi nombre es Kalimán.

 

 

Las noticias de Kalimán

 

Tras besar la mano de Jane con cortesía, Kalimán relató lo que sabía:

 

El desierto de Nubia, la ciudad de Deudur, y toda la zona fronteriza sufrían ataques brutales a manos de las tribus beduinas.

Según sus informes, Ali Faraf era quien comandaba esas hordas.

 

El rostro de Jane palideció.

 

—¿Y Nefris? ¿Qué sabe de ella, señor Kalimán?

 

—He constatado con mis propios ojos que todas las aldeas han sido arrasadas —respondió con gravedad.

 

La tensión aumentó. Si Nefris había sido destruida… ¿qué había ocurrido con sus habitantes?

 

 

Una revelación inesperada

 

Mientras conversaban, Kalimán observó un anillo en la mano del acompañante de Farrell.

 

—Usted es de Nefris —dijo con seguridad.

 

El hombre se sorprendió.

Kalimán explicó: el anillo llevaba un escarabajo sagrado, símbolo de la antigua nobleza de Nefris.

 

Zarur y Farrell quedaron impresionados.

 

Justo entonces, el profesor regresó con noticias:

 

—¡Jane, Zarur! Todas las autorizaciones para la expedición han sido aprobadas.

 

Kalimán sonrió con serenidad.

 

—Veo que no estaba yo tan equivocado, profesor Farrell…

 

El destino los estaba conectando.

 

 

Mientras tanto… en el desierto

 

Ali Faraf y sus hombres se habían reunido alrededor de una fogata.

Con ellos estaba un nuevo aliado: Eric Von Kraufen, un hombre frío, burlón y cruel.

 

—Brindemos por el más temido beduino del desierto: ¡Ali Faraf! —dijo Eric.

 

Pero Faraf no estaba de humor.

 

Tabor aparecía en su mente como si aún estuviera vivo, acusándolo. Incluso el reflejo de una botella le parecía tener sus ojos.

 

—¿Qué hiciste con la hija de Tabor? —preguntó Eric con suspicacia.

 

Ali Faraf apretó los dientes. La mirada de Nila lo perseguía. Aquella joven había sido la única capaz de revelarle el secreto del papiro de Ramsés III… y ahora había desaparecido.

 

—¡Miserable hiena asesina! —lo increpó Eric—. ¡Alejaste a la única que podía revelar el secreto!

 

 

 

El encuentro con el muchacho

 

Horas después, en un barrio árabe, Kalimán observaba a un joven flautista que hacía bailar a un áspid dentro de una cesta.

El muchacho, pobre pero simpático, pidió unas monedas.

 

—De acuerdo, pequeño —respondió Kalimán—. ¡Te las mereces!

 

Pero no muy lejos, dos sicarios enviados por Ali Faraf y Eric vigilaban con atención.

 

—Mira ese medallón —susurraron—. Tiene la flor de loto con forma de sol. ¡Es el signo de la estatuilla sagrada!

 

Decidieron robarle.

 

Lo siguieron, y al llegar a un sitio solitario, cayeron sobre él.

 

—¡¿Qué quieren de mí?! —gritó el chico.

 

Los hombres intentaron someterlo, pero el joven se escabulló entre sus brazos.

 

—¡Déjenme! ¡Suéltenme!

 

Intentaron apuñalarlo, pero él gritó con desesperación:

 

—¡Socorro! ¡Me matan!

 

Los árabes comenzaron a golpearlo sin piedad… hasta que una voz firme resonó desde la oscuridad:

 

—¡Deténganse, cobardes!

 

Era Kalimán.

 

Los hombres se lanzaron contra él, pero Kalimán actuó con velocidad y precisión.

 

—¡Atrás, miserables! —exclamó mientras los derribaba con movimientos ágiles y certeros.

 

El muchacho lo miró con ojos de alivio y asombro.

 

 

 

FIN DEL CAPÍTULO 1

 

El desierto está teñido de muerte.

Nefris ha sido destruida.

El viejo Tabor murió sin revelar el secreto.

Nila ha desaparecido.

Y Kalimán se ve ahora envuelto en una conspiración que apunta a un antiguo misterio egipcio…

 

  

¿Qué relación tiene el medallón del muchacho con el secreto que Tabor protegió hasta su último aliento… y quién más está dispuesto a matar por obtenerlo?

 

 

 

 

 

 

 


Capítulo 2

PARTE 1

Capítulo 2 – La flor de loto y la caravana del desierto

Kalimán no dio tiempo a que el segundo árabe reaccionara.Con la rapidez de un felino, se lanzó hacia él y le clavó un brutal golpe en el estómago, como un machetazo seco que le cortó el aliento. El beduino se dobló de dolor, soltando un gemido ronco.

 

—Siembra vientos… —dijo Kalimán con fría severidad, mientras el hombre se encogía—

—¡Augh! —gimió el árabe, tambaleándose.

 

Un instante después, el héroe lo tomó por el brazo y, usando la misma fuerza de su ataque, lo hizo girar sobre sí mismo. El cuerpo del beduino salió despedido y fue a estrellarse contra unos barriles, ante la mirada atónita de los curiosos que empezaban a asomarse por las callejuelas iluminadas por la luna.

 

—…y cosecharás tempestades —concluyó Kalimán, viendo al agresor desplomarse sobre el suelo de piedra.

 

Cuando los dos atacantes intentaron reincorporarse, aún mareados, Kalimán los sujetó por las ropas y, con un movimiento perfectamente calculado, los juntó de cabezas. Un sordo choque resonó en la noche, y ambos cayeron nuevamente al piso, esta vez sin fuerzas para levantarse.

 

Saib —el muchacho al que acababan de defender— aplaudió, excitado.

 

—¡Eres colosal, Saib, eres colosal! —exclamó, con los ojos brillantes de admiración.

 

Kalimán, sereno, se volvió hacia él.

 

—Vámonos, muchacho —propuso—. Aquí quedarán por un buen rato.

 

—¡Bravo, Saib! —respondió el joven, aún agitado—. Por un momento creí que me matarían.

 

Se alejaron entre la multitud nocturna del barrio árabe, dejando atrás los gemidos de los vencidos. Cuando estuvieron lejos del bullicio, Kalimán se volvió hacia el chico y, con mirada inquisitiva, preguntó:

 

—¿Qué motivo tuvieron para atacarte?

 

El muchacho llevó instintivamente la mano al pecho, donde brillaba un pequeño objeto.

 

—Creo que pretendían apoderarse de mi collar —explicó—. Míralo, Saib…

 

Bajo la luz clara de la luna, el muchacho levantó el medallón que pendía de su cuello. A su alrededor, el bullicio del mercado empezaba a amortiguarse mientras un pastor guiaba una res con lentitud y algunos hombres cruzaban la plaza, ajenos a la conversación.

 

Los ojos azules de Kalimán se clavaron con atención en el extraño collar. Lo tomó con delicadeza entre sus dedos. De la cadena pendía una flor de loto perfectamente grabada, con treinta y un pétalos.

 

«Una flor de loto con treinta y un pétalos —pensó—. El mismo signo de la dinastía de Ramés III.»

 

El muchacho sonrió con un dejo de tristeza.

 

—Mi madrecita me lo colgó del cuello al cumplir los siete años —contó, con voz baja—. Desde entonces lo llevo como una promesa.

 

Kalimán lo miró con interés creciente.

 

—¿Quién fue tu madre? —preguntó con suavidad.

 

—Se llamó Semmah —respondió el chico—. Hace años la sacrificaron los beduinos en las ruinas de Dendur…

 

La voz se le quebró un instante, pero continuó, obligado por la presencia tranquila del héroe.

 

—Y a mí me vendieron en un mercado de esclavos a unos camelleros que aún conozco. Anduve con ellos por el desierto… hasta que logré escaparme.

 

Mientras caminaban por las empinadas calles del viejo Cairo, llenas de sombras y de voces lejanas, el muchacho prosiguió su relato.

 

—Me uní a una caravana… y aquí estoy —concluyó, con un encogimiento de hombros que intentaba ocultar años de sufrimiento.

 

Kalimán guardó silencio unos segundos, observando nuevamente el medallón.

 

—Van varias veces que veo este signo Ramés —murmuró—. En el bazar del viejo Morok también está grabado en una estatuilla.

 

Se detuvo y miró al muchacho a los ojos.

 

—¿Y tu padre? —preguntó—. No me has dicho nada de él.

 

—No lo conocí —respondió el chico, mirando al suelo—. Pero mi madre decía que era un gran señor… y que a mí, algún día, me reconocerían como tal.

 

Kalimán asintió lentamente.

 

—Un viejo amigo que tengo en el bazar del barrio de los ladrones —explicó— posee una estatuilla con un signo igual al de tu medallón. Pienso ir a verlo.

 

El joven, lleno de entusiasmo, dio un paso hacia él.

 

—Yo quisiera acompañarte, Saib… si es que lo permites.

 

Kalimán sonrió con aquella serenidad que inspiraba confianza.

 

—Vamos, pues. Mi nombre es Kalimán, ¿cuál es el tuyo?

 

—Solín, para servirte —respondió el muchacho, inclinando la cabeza—. Vayamos al barrio de El Hazim entonces.

 

Mientras ambos se alejaban hacia el laberinto de callejones, el destino tejía, lejos de allí, otra trama.

 

 

En la población de Wadi Halfa, Eric Von Kraufen, secuaz de Alí Faraf, había logrado encontrar a Nila, la hija de Tabor, y la había comprado como esclava. La

muchacha, orgullosa y altiva a pesar de las cadenas invisibles del cautiverio, fue conducida a una estancia adornada con cortinajes y alfombras de inspiración

oriental.

 

Eric la contempló con una sonrisa torcida, una copa en la mano.

 

—En vez de llorar, deberías estar contenta —dijo con falsa amabilidad—. Te he salvado del mercado de esclavos y pagué alto precio por ti. Acércate.

 

Nila, aún con los ojos enrojecidos por el llanto, permaneció rígida. Él avanzó unos pasos, examinándola como si fuera un objeto precioso.

 

—Eres muy hermosa y atractiva —prosiguió, paseando la mirada por su rostro y su figura—. Se diría que eres una princesa egipcia… ¡Sí, eso es!

 

La joven apretó los labios, conteniendo el desprecio, pero no retrocedió.

 

Eric se inclinó hacia su hombro desnudo y frunció el ceño como si hubiera descubierto algo.

 

—¡Humm! —murmuró, entre sorprendido y complacido—. Tienes una flor de loto tatuada a la altura del hombro. Eso indica que eres de la dinastía Ramés.

Eres… eres Nila, la hija de Tabor…

 

Ella se estremeció al oír el nombre de su padre en aquellos labios crueles y dio un paso atrás.

 

—¡No, no, señor! —suplicó—. ¡Déjeme, por favor!

 

Pero Eric sonrió, impasible.

 

—¡Idiota! —rugió, dejando al descubierto su verdadera naturaleza—. Fue por eso que te compré. Muerto tu padre, tú deberás revelarme el secreto de la tumba

del faraón Ramés III.

 

Nila lo miró con desafío ardiente en los ojos.

 

—¡Jamás! —respondió con voz firme—. Jamás revelaré tal secreto. Mi padre se lo llevó a la tumba con mis antepasados.

 

El rostro de Von Kraufen se crispó de ira.

 

—¡Terca! —bramó—. Yo, Eric Von Kraufen, te arrancaré la confesión, ¡aunque tenga que enloquecerte a golpes y torturas!

 

Mientras su amenaza quedaba suspendida en el aire como una sombra, en El Cairo, en el barrio de El Hazim, dos secuaces del mismo Von Kraufen irrumpían

en el bazar del viejo Morok. Entre telas, cachivaches y lámparas polvorientas, sus manos avaras se apoderaban de una pequeña estatuilla en cuyo pecho brillaba,

otra vez, la flor de loto de treinta y un pétalos.

 

 

—Lástima que el viejo haya querido defender la estatuilla —dijo uno de los asesinos, limpiándose el sudor de la frente—. Pagó con su vida.

 

El otro, aún agitado, miró hacia la entrada del bazar.

 

—Espera… —murmuró—. Alguien llega al bazar.

 

Desde una ventana que daba a la calle, observaron a dos figuras acercarse: un hombre de noble porte y un muchacho de mirada vivaz.

 

—Mira, forasteros… —susurró uno—. Deben ser amigos del viejo Morok.

 

—No debe vernos aquí —respondió el otro, con nerviosismo—. ¡Huyamos!

 

Se deslizaron hacia el interior y desaparecieron por una salida trasera justo cuando Kalimán y Solín se detenían ante la puerta marcada con el letrero “Bazar

Morok”.

 

El héroe examinó la fachada silenciosa.

 

—Éste es el bazar, amigo Solín —dijo.

 

El muchacho asomó la cabeza por el umbral, inquieto.

 

—Pero aquí no hay nadie —observó.

 

Kalimán frunció levemente el ceño.

 

—Te equivocas, Solín… —susurró, señalando el interior—. Mira…

 

En la penumbra del local, el cuerpo del viejo Morok yacía sobre el suelo, rodeado de objetos desordenados. La muerte rodeaba aquella estancia con un silencio

pesado.

 

—El viejo Morok ha muerto —sentenció Kalimán, arrodillándose junto a él—. La sangre empieza a vertirse por la ambición de encontrar la tumba de Ramés III.

 

Solín, conmovido, apretó los puños.

 

—¡Sí! —dijo—. Y el que lo mató se llevó la estatuilla.

 

Kalimán se incorporó, examinando el lugar donde antes había estado el objeto sagrado.

 

—La estatuilla tenía grabada una flor de loto con treinta y un pétalos —comentó—, igual a tu collar.

 

Solín llevó la mano al pecho, comprendiendo por fin el alcance de aquello.

 

—Entonces, mi collar, de seguro, es parte de la clave —concluyó, impresionado—. Por eso me lo quisieron robar.

 

Un ruido sordo en la parte alta del bazar hizo que ambos volvieran la cabeza.

 

—¡Ssssh, espera! —susurró Kalimán—. Alguien ha saltado hacia afuera por esta ventana…

 

Solín corrió hacia el marco.

 

—¡Cierto! —exclamó—. ¡Ahí, dos hombres huyen, Kalimán!

 

Sin dudarlo, el héroe se lanzó a la calle.

 

—¡Vamos tras ellos, Solín!

 

—¡Son los mismos que me asaltaron esta tarde! —gritó el muchacho, reconociendo a los fugitivos.

 

Se internaron en el laberinto de callejones, persiguiendo a los pillos a prudente distancia, sin ser vistos. Las sombras de los fugitivos se alargaban sobre los

muros, mientras el rumor del mercado nocturno se apagaba poco a poco.

 

Finalmente, los ladrones se mezclaron con un grupo de camelleros que descansaban junto a sus animales en una plaza abierta.

 

—Los ladrones se mezclan con un grupo de camelleros —observó Kalimán, deteniéndose en la oscuridad de un portal.

 

Uno de los hombres señaló las recuas de animales, cargadas y dispuestas.

 

—Esos camellos están preparados para salir al desierto al llegar el alba —comentó en voz baja.

 

Kalimán asintió.

 

—No deben saber que los perseguimos —advirtió—. Mira, uno de ellos saca algo de entre sus ropas…

 

A la luz de una fogata, un resplandor metálico delató la silueta de la estatuilla robada.

 

—Es la estatuilla que acaban de robar —murmuró Solín, con los ojos muy abiertos—. No cabe duda. ¿Qué debemos hacer ahora, Kalimán?

 

El héroe lo miró con calma.

 

—Nada ganaría con quitársela ahora —respondió—. Lo mejor será seguirlos y descubrir a aquel que los mandó por ella. Mientras, vamos a descansar.

 

Solín suspiró, resignado.

 

—Eres sabio en el hablar —reconoció—. Los árabes saldrán al amanecer.

 

Luego, incapaz de ocultar su natural picardía, sonrió.

 

—Un proverbio egipcio dice: “Alimenta tu estómago para alegrar tu corazón”… y yo, Saib, me comería ahora un camello entero.

 

Kalimán dejó escapar una breve risa.

 

—Bien, te entiendo —dijo—. Alegraré tu corazón. Serás mi invitado a cenar. Te vestirás como un caballero… pero tendrás que bañarte.

 

Solín se quedó helado.

 

—¿Un… baño, señor? ¿Y todo el… cuerpo… mojado? —balbuceó—. ¡El agua trae malos espíritus, Saib!

 

—¡Un buen baño… o no habrá cena! —decidió Kalimán—. ¿Qué dices?

 

La perspectiva de quedarse sin comida pudo más que su temor.

 

Poco después, ya en el hotel, mientras Solín se quitaba las sandalias, Kalimán observó algo en su pie desnudo. Se inclinó ligeramente.

 

—Parece un tatuaje… —comentó—. Una flor de loto en tu talón.

 

El muchacho miró su propio pie, desconcertado.

 

—Sí… creo que es una cicatriz, Saib —dijo, sin comprender aún que aquel detalle era una nueva pieza del mismo enigma.

 

 

Lejos de allí, Eric Von Kraufen seguía empeñado en arrancar a Nila el secreto de la tumba de Ramés III. En la penumbra de su tienda, la joven permanecía

erguida, encadenada solo por la fuerza de su voluntad.

 

—Mis labios nunca pronunciarán el secreto de los faraones —dijo con frialdad.

 

El rostro de Eric se deformó de rabia.

 

—¡Maldición! —gruñó—. Tu necedad te llevará a la locura. ¡Ya te retorcerás de arrepentimiento si no hablas!

 

Un poco después, trazando nuevos planes, señaló un mapa extendido sobre la mesa.

 

—Esta noche saldremos hacia las ruinas del templo de Dendur, al valle de los espectros —anunció, con una sonrisa cruel—. Verás lo que te espera.

 

Nila lo enfrentó sin miedo.

 

—Mi padre soportó hasta la muerte —declaró—. Yo haré lo mismo.

 

 

Al despuntar el alba, la caravana en que se ocultaban los ladrones de la estatuilla se internó en el desierto. El cielo se teñía de tonos rosados sobre las dunas

cuando Kalimán y Solín, ya disfrazados con ropas árabes, salieron a su encuentro.

 

—Con estas ropas de árabes los seguiremos hasta saber qué hacer, Solín —dijo Kalimán, montando en un brioso caballo.

 

—No me separaré de ti, Saib Kalimán —respondió el muchacho, acomodándose en la silla—. Que Alá nos proteja.

 

Montados en ligeros corceles, nuestros amigos se unieron a la caravana sin ser advertidos. Las columnas de camellos y jinetes avanzaban lentamente entre las

dunas, levantando un polvo dorado que brillaba bajo el sol naciente.

 

Oculto en su disfraz, el héroe se acercó poco a poco al grupo de hombres que reconocía como asesinos.

 

—Aquí van los asesinos que robaron la estatuilla —pensó—. Sin saberlo, me llevarán hasta su jefe.

 

A cierta distancia, Solín miró el horizonte inmenso, donde el desierto parecía no tener fin.

 

—Quizá no regresemos con vida de este desierto —murmuró, estremecido—. Que Alá nos proteja…

 

En ese mismo momento, hacia el sur de El Cairo, otra caravana avanzaba bordeando el Nilo. Era la expedición del profesor Douglas Farrell, cuyos hombres

cabalgaban ignorantes de que, en algún punto del desierto, Kalimán seguía la pista de un crimen ligado a la tumba de un faraón.

 

Dos caravanas, dos caminos convergentes en la inmensidad del Sahara.

 

¿En qué punto del inhóspito desierto se encontrarían sus destinos… y qué secretos ancestrales despertarían cuando las claves de la flor de loto se revelaran por

fin?

 

PARTE 2

La flor de loto y la caravana del desierto

Tras largas horas de marcha bajo el sol implacable, la expedición del profesor Douglas Farrell avanzó entre dunas interminables hasta que el propio científico ordenó detener la caravana. El guía, Zarur, había cabalgado unos metros más adelante y ahora regresaba al galope, con el rostro pálido.

 

—¿Qué pasa, Zarur? —preguntó el profesor, inquieto.

 

El egipcio señaló hacia el horizonte, donde columnas de humo se elevaban como funestos presagios.

 

—Creo que hemos llegado... estamos en Nefris.

 

Un silencio tenso recorrió al grupo. Pocos instantes después, otro de los jinetes regresó a toda prisa, confirmando la terrible visión.

 

—¡Nefris...! ¡Nefris! —gritó—. ¡Sólo quedan escombros!

 

El rostro de Jane, hija del profesor, se ensombreció al contemplar el humo denso que subía desde las ruinas.

 

—Pobre Zarur —murmuró con pesar—. No ha hecho más que mirar el horizonte desde que partimos… y ahora… Nefris está destruida.

 

Farrell apretó los labios, dominando la conmoción.

 

—Atacaron con saña —sentenció cuando el grupo avanzó entre los restos calcinados—. No quisiera ver lo que estoy viendo…

 

Entre los escombros, sólo se escuchaba el graznido de los cuervos y el batir de alas de los buitres, atraídos por la muerte. La desolación era total: cuerpos

calcinados, chozas arrasadas, restos de una aldea que había sido arrastrada por la violencia.

 

Fue entonces cuando Zarur, que inspeccionaba las ruinas, divisó a un anciano que huía tambaleante entre la basura y el humo.

 

—¡Piedad... piedad! ¡No me maten! —suplicaba el viejo, incapaz de distinguir si quienes se acercaban eran amigos o enemigos.

 

Farrell lo sujetó con suavidad pero firmeza. Los ojos del anciano estaban nublados por el miedo y el sol.

 

—¡Lo reconozco! —exclamó Zarur—. ¡Es Ramán, uno de los criados de Nila!

 

Ayudaron al viejo a recostarse mientras Jane corría por agua.

 

—Agua... agua... —jadeó Ramán.

 

—Calma, amigo —le dijo Zarur, acercándole la cantimplora—. Bebe cuanto quieras.

 

El anciano lo hizo con desesperación, como quien vuelve de la muerte y aún no cree en la salvación. Cuando sus fuerzas regresaron, Farrell habló con suavidad:

 

—Trata de pensar, Ramán. ¿Dónde está Nila? ¿Quién se la llevó?

 

El anciano levantó la mirada, y en sus ojos cansados brilló un destello de dolor.

 

—¡Oh… buen Zarur...! —murmuró entrecortado—. Los beduinos... quemaron la aldea... mataron... busca... busca a Nila... ¡Ellos se la robaron! ¡Venganza,

Zarur, venganza! Tabor murió sin revelar el secreto... sólo...

 

Las palabras se quebraron, y su cuerpo se aflojó como un trapo mojado. Farrell lo revisó brevemente y negó con la cabeza.

 

—Es inútil, Zarur... el pobre viejo ha muerto.

 

Zarur, abrumado por el dolor y la impotencia, se apartó. Nadie lo siguió. Sabían que la plegaria silenciosa del egipcio era sagrada. Y así permaneció, solo, de

rodillas entre las ruinas, mientras la luna ascendía sobre el desierto. Jane se acercó luego de un tiempo.

 

—Ya es muy tarde, Zarur. Debe descansar.

 

Pero el egipcio levantó el rostro endurecido.

 

—No, Jane. Jamás podré descansar mientras no encuentre al asesino Ali Faraf. ¡Debo cumplir mi venganza!

 

Al día siguiente, antes de que el sol despuntara, un jinete solitario se adentró en el desierto: era Zarur, impulsado por el honor y la furia.

 

—Creo que no debería tomar venganza por su propia mano —murmuró Jane al ver desaparecer su silueta.

 

El profesor Farrell suspiró con tristeza.

 

—Ojalá pudiéramos evitarlo, hija. Pero actúa guiado por su fe… y por sus heridas.

 

 

No muy lejos de allí, Kalimán y Solín continuaban infiltrados en la caravana de camelleros. El avance era lento entre las dunas cuando, de pronto, la caravana

se detuvo. Los árabes los miraban con desconfiada suspicacia.

 

—Sospechan de nosotros, Solín —murmuró Kalimán.

Los hombres comenzaron a acercarse, murmurando entre ellos. Solín tragó saliva.

 

—Creo que van a interrogarnos.

 

Pero Kalimán, con la serenidad de quien domina su mente y su cuerpo, murmuró apenas:

 

—Tengo un arma sencilla y poderosa. Verás algo curioso, Solín… me convertiré en un anciano miserable.

 

El muchacho abrió los ojos en un gesto de alarma.

 

—¡Saib! ¿Te has vuelto loco?

 

—Observa mi rostro, y verás que no miento.

 

En cuestión de segundos, Kalimán contrajo y relajó los músculos faciales con precisión milimétrica. Su piel pareció arrugarse, sus pómulos hundirse, su mirada

apagarse. Incluso su voz cambió, volviéndose un ronquido cascado.

 

Solín quedó boquiabierto.

 

—Por Alá… eres un hombre increíble.

 

—Calla, amigo —susurró Kalimán—. Los árabes se acercan.

 

Los jefes de la caravana se presentaron frente al falso anciano, desconcertados.

 

—Eres el extranjero que se unió a nosotros. Al principio parecías fuerte y corpulento… y ahora resultas un miserable anciano.

 

Otro árabe señaló a Solín.

 

—¿Y el muchacho? ¿Quién es?

 

Kalimán respondió con voz temblorosa:

 

—Mi hijo… pero es mudo, pobre desdichado… y se cubre la cara porque…

 

—¿Por qué? ¡Habla! —exigió uno.

 

Kalimán, con tragedia en el tono, dijo simplemente:

 

—Porque... padece lepra.

 

El miedo se propagó entre los hombres como un relámpago.

 

—¿Lepra...?

 

—Entonces quédate aquí con tu hijo leproso —ordenó el jefe—. ¡Y no intenten seguirnos, o los mataremos!

 

Cuando la caravana se alejó entre resoplidos de camellos, Solín exhaló aliviado, mientras Kalimán recuperaba su apariencia normal.

 

—¿Has recuperado tu juventud, Saib? —preguntó el muchacho—. ¡Acaso tienes pacto con el diablo!

 

Kalimán sonrió.

 

—No te impresiones, Solín. Sólo es necesario tener pleno dominio sobre los músculos del cuerpo.

 

Pero el alivio duró poco. Cuando revisaron sus cantimploras, descubrieron que habían sido perforadas. No quedaba ni una gota de agua.

 

—¡Moriremos de sed si no seguimos ahora mismo el rastro de la caravana! —exclamó Solín, angustiado.

 

Kalimán miró adelante, donde una sombra ciclónica amenazaba el horizonte.

 

—Mira allá, Solín…

 

Una gigantesca nube de arena avanzaba hacia ellos como un monstruo de polvo.

 

—¡Es un simún! —advirtió Kalimán—. ¡Una tormenta que lanza por el aire a hombres, bestias y palmeras! ¡A las rocas, Solín!

 

Pero el viento arreciaba cada vez más. No llegarían.

 

—¡Haremos que los caballos se recuesten! —ordenó Kalimán—. ¡Es la única forma de resistir!

 

La tormenta cayó sobre ellos con furia salvaje. La arena cortaba como cuchillas, el viento gritaba como un demonio.

 

—¡La arena me ciega! —gritó Solín.

 

—¡Pronto, tapa los ojos de tu caballo! —ordenó Kalimán.

 

El muchacho lo intentó, pero el viento lo arrancó de su montura.

 

—¡Saib! ¡El viento me arrastra!

 

—¡Lucha, Solín! ¡Haz un esfuerzo! ¡No debes perderte!

 

Pero sus voces se desvanecieron entre el rugido del simún, absorbidas por la furia del desierto.

 

 

Mientras tanto, en la devastada Nefris, el profesor Farrell y su hija aguardaban con preocupación el regreso de Zarur. Sólo la luna iluminaba las tiendas

levantadas entre los restos calcinados.

 

—No debimos permitir que fuera tras Ali Faraf —dijo Jane—. Quizá no volvamos a verlo con vida.

 

—Hija —respondió Farrell, con resignación ancestral—, la ley del desierto ha seguido su curso. Nadie puede impedirlo.

 

Pasó el primer día sin noticias del egipcio. Decidieron esperar dos días más y, entre tanto, continuar la búsqueda del papiro Ramés, la clave para hallar la tumba

del faraón.

 

—Según Zarur —explicó Farrell—, el papiro indica el lugar exacto de la cámara mortuoria.

 

—Vale la pena buscar —respondió Jane—. Si no, todo tu trabajo de años quedará inútil, papá.

 

Farrell meditó sobre los ritos egipcios. Un descendiente de reyes debía ser enterrado en un lugar prominente, desde donde su espíritu pudiera vigilar la tierra que lo vio nacer. Por eso levantaban pirámides. Por eso Jassaf, primogénito de Tabor, debía estar sepultado en una colina.

 

—Pero murió de enfermedad —recordó Jane—. Según la leyenda, los cadáveres así eran sepultados a orillas del Nilo.

 

—Sí —asintió Farrell—. Las aguas del Dios Nilo purifican los cuerpos.

 

Señaló hacia el este.

 

—Hay un promontorio a orillas del río... quizá... tal vez allí esté Jassaf.

 

Esa noche, Jane se retiró a descansar, mientras Farrell quedaba pensativo, devorado por pensamientos inciertos. La ambición de los malvados ya había cobrado demasiadas víctimas: hombres, mujeres y niños de Nefris sacrificados por las hordas de Ali Faraf… y el viejo Tabor, heroico incluso en la tortura, protegiendo el secreto de la tumba de Ramés III.

 

El desierto, silencioso y cruel, ocultaba aún muchas respuestas.

 

Y el destino de Kalimán, Solín, Zarur, Nila y Farrell comenzaba a entrelazarse en la vasta noche del Sahara.

 

 PARTE 3

(Continuación – páginas 51 a 55)

Amaneció sobre las ruinas silenciosas de Nefris, y el profesor Farrell despertó con un solo pensamiento ardiendo en su mente: encontrar cuanto antes el papiro perdido de Ramés. Necesitaba hallar ese documento antes de que nuevas desgracias se abatieran sobre quienes aún respiraban.

 

Jane entró a la tienda donde su padre se alistaba para un nuevo día.

 

—Buenos días, papá. ¿Cómo amaneciste?

 

Farrell, con el rostro cansado pero decidido, respondió:

 

—En perfectas condiciones… aunque debo admitir que no pude conciliar el sueño anoche.

 

Jane lo miró con atención.

 

—Te noto preocupado. ¿Qué te sucede? ¿Tomaste tus medicamentos?

 

Él negó suavemente, casi impaciente.

 

—Creo que exageras, hija. Me encuentro bien. Ahora debemos iniciar las excavaciones para encontrar la tumba de Jassaf y el papiro de Ramés.

 

 

Poco después, el equipo se reunió en el lugar señalado por la tradición. Farrell, sorprendentemente animado pese al cansancio, urgió a los trabajadores:

 

—¡De prisa, de prisa! ¡Debemos concluir antes de que acabe el día!

 

La tierra cedía bajo las palas, y el sudor corría por los rostros cuando Jane, inclinada sobre una cavidad recién abierta, exclamó con emoción:

 

—¡Ahí, papá! ¡Parece un sarcófago!

 

Zarur, de riguroso silencio hasta entonces, murmuró con respeto:

 

—La tumba de Jassaf…

 

Farrell se inclinó, emocionado.

 

—¡La encontramos! Estoy seguro de que aquí se guarda el papiro de Ramés.

 

Con infinita precaución, levantaron el sarcófago humedecido por siglos. La madera vieja crujió como si un espíritu gemiera en su interior, y cuando abrieron la tapa, un olor seco y antiguo se esparció por el aire.

 

—No hay duda —susurró Jane—. Es Jassaf… el primogénito de Tabor.

 

El rostro momificado estaba marcado por un símbolo inconfundible: grabada en la frente, la flor de loto con treinta y un pétalos en forma de sol.

 

Farrell sintió un estremecimiento.

 

—El mismo signo… siempre él…

 

No había tiempo que perder.

 

—Debemos darnos prisa —dijo Farrell con decisión firme—. Buscaremos el papiro Ramés y luego volveremos a enterrar los restos de Jassaf.

 

Durante horas, él y Jane revisaron el sarcófago y su contenido. Pero no encontraron nada.

 

—No hay rastro del papiro —murmuró Farrell, frustrado.

 

Jane recordó entonces una frase de la leyenda:

 

—“La gloria de mis antepasados yace bajo mi tumba”. Quizá…

 

—¡Claro! —exclamó Farrell, recuperando el ánimo—. ¡Debe estar enterrado bajo el sarcófago!

 

Comenzaron a excavar en el fondo de la tumba. Farrell trabajaba con manos temblorosas pero infatigables, escarbando la mezcla de lodo y arena acumulada por siglos.

 

De pronto, tocó algo duro.

 

—¡Aquí… aquí está! —gritó, eufórico—. ¡Un cofre de plomo! ¡El papiro Ramés al fin está en nuestras manos!

 

Sacaron el pesado cofre, lo limpiaron y lo llevaron a su tienda para examinarlo.

 

 

Esa misma noche, la lámpara de aceite iluminó el rostro ansioso del profesor.

 

—Sólo es la mitad del papiro —dijo finalmente.

 

Jane frunció el ceño.

 

—Entonces... el viejo Tabor debió repartirlo entre sus dos hijos. Una parte con Jassaf… y la otra en manos de Nila.

 

Farrell respiró hondo.

 

—¿Dónde estará Nila ahora? Desde que fue raptada por el asesino Ali Faraf… no sabemos nada de ella.

 

Jane bajó la mirada, sombría.

 

—Tal vez fue vendida en el mercado de esclavas de Wadi Halfa… o tal vez está… —no se atrevió a terminar la frase.

 

Farrell sacudió la cabeza, negándose a ceder al temor.

 

—Confío en que Zarur la ha encontrado. Si regresa con ella, sabremos si tiene la otra mitad del papiro.

 

Pero la esperanza se desvanecía como el humo. Al amanecer expiraba el plazo para que Zarur regresara.

 

—Mañana debemos marcharnos —dijo Farrell—. No podemos esperar más.

 

 

Lejos de allí, en Wadi Halfa, el remordimiento devoraba el sueño del asesino Ali Faraf. Tirado sobre su lecho, sudando, gritaba entre convulsiones:

 

—¡Piedad… piedad! ¡Alá, borra los ojos acusadores del viejo Tabor! ¡No quiero verlos… no!

 

Pero los ojos del anciano —o el peso de su culpa— seguían persiguiéndolo. Despertó sobresaltado, aquejado por la maldición del hombre al que había torturado hasta la muerte.

 

—¡Tabor…! —jadeó—. ¡Tus ojos me seguirán siempre… siempre!

 

Una sombra se proyectó sobre él.

 

Tembló.

 

—¿Quién…? ¿Esa voz… es del viejo Tabor que viene desde la tumba?

 

Pero no era un espectro. Era Zarur.

 

El egipcio avanzó un paso, con la determinación de un hombre dispuesto a morir por lo que ama.

 

—Vengo en memoria del viejo Tabor —dijo con voz helada—. Vengo a cobrar venganza.

 

—¿Quién eres? —balbuceó Ali Faraf.

 

—Zarur, amigo fiel de Tabor… y prometido de su hija Nila. ¿Recuerdas ese nombre, Ali Faraf?… ¡Nila!

 

El asesino rompió en gritos frenéticos.

 

—¡Sí! ¡Sí! ¡Yo maté al viejo Tabor! ¡Lo torturé! ¡Y recuerdo a su hija… Nila… Nila…!

 

Zarur lo tomó por el cuello de la túnica.

 

—¿Qué has hecho con ella? ¡Responde o te juro que…!

 

—¡Espera! —intervino uno de los compañeros de Faraf, temiendo lo inevitable.

 

Pero Ali se derrumbó emocionalmente, vencido por el terror.

 

—¡Hablaré! ¡Lo diré todo para descargar mi conciencia! Vendí a la hija de Tabor… la vendí en el mercado de esclavas…

 

La confesión cayó sobre Zarur como un latigazo.

 

—¡Maldito…! —rugió el egipcio.

 

—¿Quién la compró? —exigió, furioso.

 

El asesino señaló con un dedo tembloroso.

 

—Un extranjero… Eric… Eric Von Kraufen… vive en las ruinas del templo de Dendur… cerca de las pirámides de Ramés… ¡Allí la tiene!

 

—¿Cómo puedo reconocerlo? —preguntó Zarur entre dientes.

 

—Eric… tiene una cicatriz en el lado derecho del rostro…

 

Las últimas palabras de Ali Faraf se apagaron en un gemido gutural. Murió sober esa misma manta, hundido en su propio espanto.

 

Zarur cerró los puños.

 

—Tengo que salvarte, Nila —murmuró—. ¡Tengo que salvarte!

 

Montó su caballo y salió al galope, dejando atrás las chozas de Wadi Halfa. La noche sahariana lo envolvió mientras su corazón ardía con una sola idea: rescatar a la mujer que amaba.

 

El destino, entretanto, seguía tejiendo su gran tapiz de misterio y muerte…

y la flor de loto de treinta y un pétalos continuaba guiando los caminos de todos.

 

 PARTE 4

 (Continuación final – páginas 56 a 64)

 

Mientras las caravanas se perdían en la inmensidad del Sahara, en otro punto del desierto Kalimán y Solín avanzaban a pie, extenuados. La tormenta de arena les había arrebatado los caballos y casi la vida.

 

Solín cayó de rodillas.

 

—No puedo… Saib Kalimán… ¡no puedo seguir!

 

Kalimán posó una mano en su hombro, firme pero serena.

 

—Ánimo, Solín. Hemos perdido nuestros caballos, pero salvamos la vida. La tormenta ya quedó atrás.

 

De pronto, Solín señaló hacia el horizonte con los ojos muy abiertos.

 

—¡Mira, Saib! ¡Un resplandor! ¡Debe ser… el espectro de la muerte que viene por nosotros!

 

Kalimán observó atentamente la luz, aguda su mirada bajo la luna.

 

—Calla, Solín. Ese resplandor no es la muerte… Es nuestra salvación.

 

En efecto, el fuego de una hoguera brillaba a lo lejos, rodeado de figuras armadas que montaban guardia en la noche.

 

—Mi percepción extrasensorial —dijo Kalimán con voz grave— me indica que muy pronto encontraremos… viejos conocidos.

 

Tras un largo ascenso por una duna, ambos se echaron cuerpo a tierra.

 

—Allí están —susurró Kalimán.

 

—Tenías razón, Saib —respiró Solín.

 

 

Dos árabes dormían junto al fuego, sus lfanjes apoyados sobre los fardos. Kalimán reconoció sus rostros de inmediato.

 

—Son sólo dos —dijo Solín—.

 

—Exactamente los que buscamos —confirmó Kalimán—. Se separaron de la caravana para seguir su propio camino. Ellos llevan la estatuilla sagrada.

 

El muchacho tragó saliva.

 

—Nos matarán, Saib… ¡Están armados!

 

—¿Prefieres morir de hambre y sed? —replicó Kalimán.

 

Como una pantera silenciosa, Kalimán avanzó hacia los dos hombres. Pero un leve tropiezo arrancó de Solín un quejido involuntario.

 

—¡Ouhg!

 

—¡Silencio! —susurró Kalimán, alarmado.

 

Demasiado tarde.

Los árabes, despertando sobresaltados, desenvainaron los alfanges con un rugido.

 

 

Pero la presencia imponente de Kalimán los detuvo por un instante.

 

—¡Quieto, Solín! —dijo, adelantándose—. No nos harán daño.

 

Al reconocerlos, los árabes empalidecieron.

 

—¡Por la furia del Profeta…! ¡Es el muchacho que asaltamos en El Cairo! —susurró uno.

 

—Y el hombre que casi nos mata con los puños… —tembló el otro.

 

Kalimán dio un paso hacia ellos con la tranquilidad de un maestro que instruye.

 

—Celebro que su memoria les sea fiel… Ustedes mataron al viejo Morok para robarle una estatuilla sagrada. Los hemos seguido a través del desierto.

 

Los malhechores respondieron levantando sus armas.

 

—¡Pues aquí encontrarás tu tumba!

 

 

El ataque fue inmediato.

Los alfanges descendieron sobre Kalimán, quien, venciendo el cansancio y el ayuno, se movió con la agilidad de un felino. Saltó, giró, esquivó el acero que silbaba en la noche.

 

Solín también luchó con sorprendente destreza, aunque su esfuerzo era desigual frente a hombres adultos.

 

En medio de la refriega, Kalimán se llevó una mano al pecho, extrajo una pequeña cerbatana y sopló.

 

Un silbido breve…

Un dardo invisible.

 

—¡Ouh! —gritó uno de los hombres, llevándose la mano al costado.

 

—¡Por la furia del Profeta! —exclamó su compañero—. ¡¿Qué extraña arma has usado?!

 

Kalimán se irguió, aún en guardia.

 

—La misma que usaré contra ti.

 

El segundo árabe cayó dormido sobre la arena.

 

—¡Los has matado, Saib! —tembló Solín.

 

—No, Solín —respondió Kalimán, calmándolo—. Sólo duermen. Despertarán mañana, sanos y salvos.

 

Solín suspiró aliviado.

 

—Nunca había visto un arma tan poderosa…

 

—No es arma de muerte —explicó Kalimán—. Son dardos impregnados con una sustancia hindú que induce un sueño profundo.

 

Luego se inclinó sobre las alforjas.

 

—Bien —dijo con una leve sonrisa—. Nos hemos ganado un merecido descanso. Comeremos de las viandas de nuestros enemigos… y beberemos agua.

 

 

Mientras tanto, en el escondite de Eric Von Kraufen, la oscuridad era cortada por el resplandor rojizo de un hierro al fuego.

 

—¿Ves este cuchillo, princesa Nila? —dijo Eric con una mueca cruel—. Pronto estará al rojo vivo… y quemará tu hermoso rostro hasta convertirlo en una máscara repulsiva.

 

Nila, firme a pesar del terror, respondió:

 

—De nada te servirá.

 

Él sonrió, enfermo de poder.

 

—El dolor te hará hablar. Mañana realizaremos mis planes… Me llevarás a la tumba del faraón. Mis servidores traerán la estatuilla robada… ¡y todo el tesoro de Ramés III será mío!

Nila apretó los dientes.

 

—No lo haré… no lo haré…

 

Eric acercó el hierro chisporroteante.

 

—Lo harás en cuanto empiece la tortura.

 

 

En ese mismo momento, Zarur, maltrecho pero imparable, llegó a las ruinas del templo de Dendur.

 

—Allí estás, Nila… —susurró con determinación—. Pronto podré salvarte.

 

Pero los hombres de Von Kraufen lo descubrieron.

 

—¡Un intruso! ¡Acaben con él!

 

Zarur luchó desesperadamente, pero fue superado por la fuerza del grupo.

 

Golpe tras golpe, cayó al suelo.

Von Kraufen lo miró con desprecio.

 

—Tírenlo en el desierto. Las fieras harán el resto.

 

Lo arrastraron sobre una bestia y lo llevaron kilómetros lejos de allí.

Al fin, lo arrojaron en la arena.

 

—Aquí lo dejaremos. Mañana sólo quedarán sus huesos.

 

Uno de los hombres notó un brillo en su mano.

 

—¡Esperen!

—Este anillo… ya no le servirá.

 

Lo arrancaron como trofeo y decidieron jugarlo al azar.

 

Luego se marcharon, dejando a Zarur a merced del destino.

 

 

A la mañana siguiente, en el campamento del profesor Farrell, la preocupación era evidente.

 

—Amaneció… y Zarur no ha regresado —dijo Jane con tristeza.

 

—No podemos esperarlo más —sentenció Farrell—. Regresaremos al Cairo.

 

Jane caminó hacia la luz del amanecer.

 

—¿Todo está perdido, papá?

 

—Sí, hija. De nada nos sirve la mitad del papiro. Sin la otra parte, jamás hallaremos la tumba del faraón.

 

Jane suspiró.

 

—Si tan solo supiéramos quién tiene la otra mitad…

 

En ese instante, un cuerpo apareció a lo lejos sobre la arena, arrastrado por el viento matinal.

 

—¡Mira, papá! —exclamó Jane—. ¡Es un ser humano!

 

 

La historia guardó silencio.

El desierto respiró.

Y el destino volvió a poner una pieza clave en el camino de los Farrell.

 

¿Quién era aquel hombre?

¿Vivía todavía… o había llegado demasiado tarde?

¿Descubrirían Jane y el profesor que aquel cuerpo moribundo traía consigo la clave del papiro perdido?

¿Lograría Zarur sobrevivir para salvar a Nila?

¿Y qué papel jugarían Kalimán y Solín cuando sus caminos se cruzaran con los del profesor Farrell?

 

Las arenas del Sahara esperaban.

La sombra de Ramés III comenzaba a despertar.

 

El misterio apenas había comenzado…


 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 3


Capítulo 4


Capítulo 5


Capítulo 6


Capítulo 7


Capítulo 8


Capítulo 9




 



 

 


 
 
 

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